martes, 12 de febrero de 2008

LA SÉPTIMA: MÍSTICA Y DESENCANTO

Si hay algo que hace diferente a la carrera séptima del resto de las vías sobre las que nuestra bogotana existencia ocurre es la variedad de cosas que sobre ella se viven y se ven. Las calles suelen tener un carácter más o menos definido, de acuerdo con su forma, su ubicación, y de hechos como si en ellas pasan buses o no, si tienen ciclorruta o no, si llevan a un tipo de lugar o a otro, entre otras cosas. El carácter de la séptima es precisamente su falta de carácter, su dinamismo y variedad; es el escenario donde coexiste lo más crudo y lo más tierno, lo más religioso y lo más sórdido, lo más infantil y lo más serio.
Aventurarse a recorrerla es estar dispuesto a ver la variedad y contradicción de Bogotá y sus habitantes. Es ver cómo la gente que vive sin más se confunde entre la sombra de una masa aparentemente inerte que parece sólo estar movida por la rutina, pero que dentro de cada una de sus partes individuales tiene conflictos, afanes y motivos muy particulares que muchas veces se acallan por arte de la necesidad pero que también salen a flote cuando realmente se es lo que se es. No se muy bien la razón, pero sólo en esa calle contigua a los cerros que con tanta devoción buscamos para ubicarnos es posible ver a la gente bogotana siendo a la vista de todos.
Es donde vemos los ojos de alegría de un indigente a quien le han regalado un par de piecitas miserables de pollo para alimentar a su familia, y mientras se dispone a devorarlas con avidez cierra su círculo en un momento tan íntimo que no es posible estrellarse con él sin conmoverse, sin chocar con el instante en el que esa familia encontró, en una acera y con algo para comer, un hogar. Es el lugar donde vemos la pretensión bogotana de ser una gran ciudad con grandes edificios, donde el orgullo se nos hincha por vivir en la Capital, donde nos convencemos que a las alturas los problemas desaparecen porque no los podemos ver. Allí tambíén contrasta la espontaneidad de un niño que se maravilla de que la altura de esos 'edifiociototes' permite estar más cerca del Niño Dios con la rigidez de los empleados que entran y salen de afán de estos bloques de cemento y de estos árboles de asfalto, que venden todo lo que su corazón es a cambio del sustento para la familia.
Es el lugar donde es cuestion de caminar algunos metros para salir de un parque y meterse en las fauces de un bus chimenea, donde encontramos que la cultura es vecina de la incultura y la tranquilidad de la prisa, donde de la experiencia casi sobrenatural de parecer ser llamado por las profundas campanas de una iglesia misteriosa choca con el afán de sobrevivir sin ser tocado, mientras que otras campanas más nostálgicas recuerdan un par de cuadras más arriba que quizá todo eso por lo que nos afanamos es efímero y que sólo importa lo que hagamos por nosotros y nuestra felicidad. Es, en últimas, la arteria por la que corre la savia vital de Bogotá.

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